lunes, 23 de julio de 2012

Esta sombra que no es mía (Miguel Hernández)


Esta sombra que no es mía

 
“Como si paseara con tu sombra,
paseo con la mía
por una tierra que el silencio alfombra”

(Miguel Hernández)



La mañana pinta de movimiento y resoles toda la calle. Verbeneras y cristalinas las hojas de los chopos bailan su brillo al aire de los primeros rayos de un sol avispado y contento. El asfalto de la avenida es un río de plata. Con metalizada envoltura los coches, encendidos y engreídos, navegan encapsulados a su asalariado destino.

Un hombre de espalda hundida camina por la acera. Todo lo que encuentra a su paso, las plataneras, los carteles de publicidad, el mástil de las farolas, los barrotes de la verja del jardín municipal, la marquesina del teatro..., todo desprende su sombra. El hombre juega a reconocer por su silueta el origen de estas manchas en el pavimento.


Camina despacio. Le disgusta al hombre el que las sombras no se acoplen ajustadamente a sus imágenes. Unas las ve desproporcionadas y alargadas, otras, achatadas o encogidas. Pero en todas, a pesar de las diferencias, descubre su relación de correspondencia.


Entre la variedad de las sombras con las que se cruza, también conoce distorsionada la que su cuerpo despliega sobre la baldosa recién amanecida. Y se lamenta en voz alta: "¡La sombra, este apéndice que me persigue allá donde voy. Sólo la muerte me librará de tan oscurecida lapa!".


Respingona su nariz ahora se desdobla y le delata en la pantalla de la pared. Su rebelde melena, su estatura, sus orejas plegadas, dos fósiles apergaminados, proyectan su imagen sobre el escaparate de una joyería.


El hombre en el fondo nunca estuvo muy conforme con su figura. Por eso, el que esta mañana su sombra se arrastre desacertada, le duele aún más: ”Este soy yo. No tengo más huevos que apechugar con mi cuerpo cabeza de ajo”, se dice malhumorado. Pero esta mañana su sombra se refleja de manera muy extraña allá por donde pasa.


Una muchacha de unos treinta años se le acerca. No cesa de mirarle. También mira obsesionada la sombra del hombre. Tal vez, una madre que busca a su hijo extraviado entre los contenedores de la esquina.


Ante la expresión atribulada de esta joven, el hombre se para en seco. También se detiene su sombra. Vuelve de nuevo a andar, y comprueba que su sombra se mueve al ritmo de su impulso. El hombre se recrea como un niño. Al principio la rapidez de sus movimientos y el placer lúdico de sus estampidas le impiden apreciar de que su sombra dibujada en el parterre no se corresponde con su cuerpo. Pero de pronto se da cuenta de que su sombra no le pertenece. Y se espanta de sí mismo como quien se sacude una avispa del pescuezo: “¡Esta sombra, que no es mía!”


Lleva el hombre sobre sus hombros a cuestas una sombra cambiada, una sombra que le es ajena. Se detiene de nuevo. Y con sus propios dedos recorre al detalle toda la superficie de su cuerpo, al tiempo que en el suelo observa sorprendido como sus manos acarician simultáneamente la sombra de aquel niño que la semana pasada encontraron abandonado en un contenedor de basura.


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